Durante la Gran Depresión de Estados Unidos, cuando la diversión era un lujo escaso y el cine se presentaba como la alternativa más accesible, un humilde alimento se transformó en protagonista inesperado de las salas oscuras: el pochoclo. Si bien hoy resulta difícil imaginar una película sin el característico aroma y sonido de las palomitas de maíz, este vínculo estuvo lejos de ser automático.
En los años previos a la década del ’30, los dueños de las salas de cine, muchas de ellas reconvertidas desde antiguos teatros, se resistían a permitir que los espectadores comieran mientras disfrutaban de una película. Buscaban mantener un ambiente solemne y un público concentrado, similar al que asistía a funciones teatrales. Sin embargo, la realidad social de la época y, sobre todo, la visión de una mujer emprendedora, cambiaron el rumbo de la historia.
La llegada del cine sonoro en 1927 marcó un antes y un después. El volumen de las películas crecía, los diálogos y la música comenzaban a opacar los ruidos que antes podían resultar molestos. Al mismo tiempo, el país sufría los efectos devastadores del Crack de 1929: el desempleo y la pobreza se disparaban, y el cine se erigía como el refugio económico ideal para evadir las preocupaciones. En este contexto, apareció Julia Braden.
En 1931, en Kansas City, Missouri, Julia Braden, una mujer viuda que buscaba una salida laboral, percibió una oportunidad donde otros no veían más que una molestia. Observó que siete de cada diez personas que hacían fila para entrar al Linwood Theater compraban cucuruchos de maíz inflado. Consiguió autorización para instalarse en el hall del cine y comenzó a vender su pochoclo dulce bajo el cartel de “Hot Popcorn”. El éxito fue inmediato. Según relató The New York Times, en poco tiempo Braden tenía puestos en cuatro cines y facturaba más de 14.400 dólares anuales de la época, una cifra que hoy superaría los 330.000 dólares.
El fenómeno no pasó desapercibido. Los empresarios de los cines, al ver el caudal de ventas, dejaron atrás sus prejuicios elitistas y abrazaron el negocio. Pronto, un tal R. J. McKenna llevó la idea un paso más allá al introducir una máquina de pochoclo en el interior de una sala, dando inicio a la era del pochoclo industrializado. Décadas después, en los años ’50, Orville Clarence Redenbacher se convertiría en el “Rey del Pochoclo”, consolidando la marca que sigue vigente en la actualidad.
Pero la relación entre el cine y el pochoclo no se limitó solo a la rentabilidad. Su irrupción coincidió con el estreno de grandes clásicos como Luces de la ciudad de Charles Chaplin, en 1931, considerada la última gran obra del cine mudo. Las palomitas se mezclaban con el arte, y el público vivía la transición del silencio a la sonoridad entre crujidos.
El dúo cómico Stan Laurel y Oliver Hardy, conocidos como “El Gordo y el Flaco”, también fueron parte de esta transformación. Sus películas y cortometrajes estrenados en el mismo año se convirtieron en auténticos éxitos de taquilla, consolidando el concepto de “cine pochoclero” como fenómeno de masas.
Con el correr de las décadas, el pochoclo no solo sobrevivió, sino que se convirtió en el verdadero motor económico de las salas: hoy, cerca del 80% de las ganancias de un cine norteamericano provienen de la venta de palomitas, y se calcula que solo en Estados Unidos se consumen anualmente 190 millones de metros cúbicos de este producto, con un 30% de ese total vendido en cines.
El legado de Julia Braden trasciende la anécdota: fue pionera en detectar la oportunidad detrás de un simple alimento barato y crear a su alrededor un imperio que terminó redefiniendo la experiencia cinematográfica a nivel global. Como alguna vez ironizó una viñeta de época: “Encuentra un buen local de palomitas de maíz y construye un cine a su alrededor”. Hoy, el pochoclo sigue siendo protagonista indiscutido de la magia del séptimo arte.