La octava entrega del ciclo de conciertos ArtHaus, bajo el nombre de El Ascenso, propuso al público mucho más que una simple audición musical. La curaduría de este evento apostó por una experiencia inmersiva, invitando a los asistentes a recorrer las diferentes plantas del edificio de Bartolomé Mitre 434, en Buenos Aires, y a dejarse llevar por un viaje que combinaba lo espacial, lo geográfico y lo sónico.
El concepto central de la jornada giró en torno al aire y la respiración, elementos que se convirtieron tanto en inspiración como en materia de experimentación sonora. Las dos obras seleccionadas para la ocasión, ambas presentadas como estrenos, fueron interpretadas en diferentes espacios del edificio, con la intención de que el sonido se moldeara y transformara junto con el ambiente, el clima y la acústica de cada sala.
Primer movimiento: el despertar según Combier
La experiencia comenzó en la planta baja con Dawnlight (2014), una pieza del compositor francés Jérôme Combier para flauta, violín, piano, violonchelo y electrónica. El título, que alude a la luz del amanecer, se tradujo en una música de texturas delicadas y resonancias sutiles, buscando ese umbral entre el silencio y la materia sonora. Combier, referente de la música contemporánea europea, propuso una obra donde la frontera entre lo acústico y lo electrónico se volvía difusa y poética.
Sin embargo, la ejecución en vivo tomó un camino distinto al esperado. Si bien el Ensamble ArtHaus —formado por Amalia Pérez (flauta), Marcelo Balat (piano), Grace Medina (violín) y Bruno Bragato (violonchelo)— ofreció una interpretación precisa y comprometida, la pieza se apoyó en una serie de técnicas extendidas (raspados, golpes de llaves, soplidos) que, lejos de asombrar o conmover, terminaron por agotar su efecto expresivo. La parte electrónica, pensada para transformar el sonido, no logró fusionarse completamente con los instrumentos acústicos, diluyendo la potencia poética que la obra pretendía transmitir.
Segundo acto: la naturaleza según Haas
La segunda parte del concierto llevó al público a la terraza, donde la atmósfera cambió radicalmente. Bajo el cielo nocturno, con el techo retráctil abierto y la luna asomando entre nubes, se presentó Iguazú superior, antes de descender a la Garganta del Diablo (2018), una creación del austríaco Georg Friedrich Haas inspirada en las cataratas del Iguazú. En esta obra, Haas exploró la sensación de estar al borde del salto de agua, donde el sonido precede a la visión.
Los cuatro percusionistas del grupo Tambor Fantasma —Bruno LoBianco, Óscar Albrieu Roca, Gonzalo Pérez Terranova y Daniela Cervetto— rodearon al público en una formación circular, rodeados de una variada colección de metales, maderas y tambores. La disposición y la iluminación sumaron a la puesta en escena, pero la pieza se apoyó demasiado en la reiteración rítmica y la acumulación de intensidad, perdiendo el pulso y la variedad interna que podría haberle dado mayor riqueza expresiva. La libertad otorgada a los intérpretes para elegir instrumentos dentro de ciertos grupos no se tradujo en combinaciones sonoras especialmente novedosas ni en una espacialización que potenciara la idea de movimiento.
Una experiencia más allá de la música
A pesar de algunas limitaciones en las obras elegidas, la propuesta de ArtHaus logró compensar con el contexto y la experiencia sensorial. Sentir el aire nocturno, escuchar los ruidos de la ciudad y recorrer los diferentes ambientes del edificio convirtió al concierto en una exploración de la escucha en su dimensión más amplia. La presencia simultánea de la exposición del colectivo Mondongo en el mismo piso reforzó el diálogo entre arte sonoro y visual, territorio y percepción.
El Ascenso se destacó, por encima de las obras mismas, por su invitación a pensar la música como un fenómeno que involucra cuerpo y espacio, y por su capacidad de transformar el simple acto de escuchar en una verdadera aventura de los sentidos.


